La fuerza del hambre
El País, 3 de mayo de 2014
Juan Goytisolo
Agrupados a las puertas del soñado El Dorado europeo aguardan la ocasión favorable para trepar por las alambradas sin otra arma que su tenaz instinto de vida. Los vemos escalando las vallas de acero y concertina, encaramados en su cima o izados como una bandera en lo alto de un poste. Las fuerzas del orden les aguardan al pie con sus porras, escudos y cascos para la llamada “devolución en caliente” y no obstante eso se dejan caer en racimos para abrirse paso entre ellas y correr si lo logran en un iluso maratón victorioso camino de los inhóspitos y abarrotados centros de acogida en donde se arracimarán semanas o meses a la espera de una siempre aleatoria resolución del destino.
¿Puede una persona ser ilegal, me pregunto, por nacer donde ha nacido?
La indiferencia a cuanto ocurre en las avanzadillas de la Casa Común Europea por parte de unas sociedades adormecidas o anestesiadas por el credo neoliberal del sacrificarse hoy mediante severos ajustes y recortes sociales que conducirán, proclama, a la futura recuperación y abundancia (¡siempre la misma canción!) no es fruto del desconocimiento como lo era aún hace un par de décadas: ahora todo se ve en directo y nadie puede alegar ignorancia. El silencio es complicidad.
La indignación me sobrecoge: es la de la impotencia ante estas imágenes reiteradas que abruman la conciencia de un ciudadano recluido entre papeles y libros. Hace 20 o 30 años podía acudir a testimoniar de los dramas que me acuciaban en Sarajevo, Palestina, Chechenia o Argelia. Ahora la vejez me lo impide y contemplo lo que discurre en la pantalla con un amargo reproche al mundo y a mí mismo. Los candidatos a inmigrantes subsaharianos desfilan ante mis ojos revestidos de una agreste belleza moral. ¿Puede una persona ser ilegal, me pregunto, por nacer donde ha nacido? Los que trabajan clandestinamente en España lo hacen en condiciones de precariedad porque hay empresas que se valen de su desamparo para enriquecerse al margen de la legalidad. La próspera economía sumergida vive de esa vulnerabilidad. La naturaleza tiene horror al vacío y el trabajo que rehúsan los ciudadanos de Schengen será ocupado por quienes arriesgan su vida para subsistir y ayudar a sus familias. Al acecho del gran salto en los bosques vecinos de la verja o aupados en ella encarnan el derecho elemental a la vida, el pan y la libertad.
¿Qué puede a escritura frente al hambre? Los rostros de los subsaharianos (hay también en los promiscuos centros de acogida mujeres con niños) me interpelan con fuerza muda. Y una vez más, en mi desaliento, recurro como en otros momentos de mi vida a las palabras de Antonin Artaud: “Lo más urgente no me parece tanto defender una cultura cuya existencia no ha salvado nunca al hombre de su aspiración a una vida mejor y del apremio del hambre, como extraer de la llamada cultura el hambre”.
Agrupados a las puertas del soñado El Dorado europeo aguardan la ocasión favorable para trepar por las alambradas sin otra arma que su tenaz instinto de vida. Los vemos escalando las vallas de acero y concertina, encaramados en su cima o izados como una bandera en lo alto de un poste. Las fuerzas del orden les aguardan al pie con sus porras, escudos y cascos para la llamada “devolución en caliente” y no obstante eso se dejan caer en racimos para abrirse paso entre ellas y correr si lo logran en un iluso maratón victorioso camino de los inhóspitos y abarrotados centros de acogida en donde se arracimarán semanas o meses a la espera de una siempre aleatoria resolución del destino.
¿Puede una persona ser ilegal, me pregunto, por nacer donde ha nacido?
La indiferencia a cuanto ocurre en las avanzadillas de la Casa Común Europea por parte de unas sociedades adormecidas o anestesiadas por el credo neoliberal del sacrificarse hoy mediante severos ajustes y recortes sociales que conducirán, proclama, a la futura recuperación y abundancia (¡siempre la misma canción!) no es fruto del desconocimiento como lo era aún hace un par de décadas: ahora todo se ve en directo y nadie puede alegar ignorancia. El silencio es complicidad.
La indignación me sobrecoge: es la de la impotencia ante estas imágenes reiteradas que abruman la conciencia de un ciudadano recluido entre papeles y libros. Hace 20 o 30 años podía acudir a testimoniar de los dramas que me acuciaban en Sarajevo, Palestina, Chechenia o Argelia. Ahora la vejez me lo impide y contemplo lo que discurre en la pantalla con un amargo reproche al mundo y a mí mismo. Los candidatos a inmigrantes subsaharianos desfilan ante mis ojos revestidos de una agreste belleza moral. ¿Puede una persona ser ilegal, me pregunto, por nacer donde ha nacido? Los que trabajan clandestinamente en España lo hacen en condiciones de precariedad porque hay empresas que se valen de su desamparo para enriquecerse al margen de la legalidad. La próspera economía sumergida vive de esa vulnerabilidad. La naturaleza tiene horror al vacío y el trabajo que rehúsan los ciudadanos de Schengen será ocupado por quienes arriesgan su vida para subsistir y ayudar a sus familias. Al acecho del gran salto en los bosques vecinos de la verja o aupados en ella encarnan el derecho elemental a la vida, el pan y la libertad.
¿Qué puede a escritura frente al hambre? Los rostros de los subsaharianos (hay también en los promiscuos centros de acogida mujeres con niños) me interpelan con fuerza muda. Y una vez más, en mi desaliento, recurro como en otros momentos de mi vida a las palabras de Antonin Artaud: “Lo más urgente no me parece tanto defender una cultura cuya existencia no ha salvado nunca al hombre de su aspiración a una vida mejor y del apremio del hambre, como extraer de la llamada cultura el hambre”.
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